“Vivir en la prehistoria. Para tener como Dios al sol, al agua, al cielo o a cualquier cosa que pueda asociar con esa fuerza terrena que hoy venero. Cualquier cosa, menos esa. El sol se esconde, el agua se seca, el cielo obscurece; por eso la venero, porque cuando ella se va, el cielo esclarece, el agua resbala y el sol aparece, vivo en sus manos, de Diosa terrena.”
I
El rostro de Cara Delevigne pegado en la puerta de un camión de pasajeros [La cara de Cara], el Reforma engordado por la grotesca sección de sociales, la estudiante de arquitectura cortándose el pelo con una tijeras de punta Roma, y tu semblante derruido por el alcohol del fin de semana…
Todos hablaban del bendito examen de cálculo, como si hablar de él hasta el cansancio les fuera a devolver el respeto por ellos mismos, o la capacidad de egolatría libre de fundamento.
No estabas en clase. Con el hedor a hemoglobina y los verdugos tan ávidos de reprobarme, yo sólo podía pensar en la sonrisa que proferiste aquel último día que te vi, consecuencia de un somero cumplido que huyó de mi boca. Esa noche sufrí mi soledad con un vaso de Chivas Regal mansamente diluido en Coca Cola. Por mucho que mermé la botella, en la mañana siguiente, las penas me esperaban sin el menor rasguño.
¿Cómo te conocí? Apenas podría decir que te conozco. Adoras la novedad y a sus múltiples formas alotrópicas. Requerí dos charlas para que me aceptaras un café, tras el cual llegué a imaginar que eras tú quien en realidad me cortejaba.
Eres existencialista. Y no es que quiera encasillarte, es solo que eres un himno Camusiano. Mirábamos al cielo, te delatabas con premura, como leyéndome sin saber, poniendo un letrero de advertencia que no hice sino ignorar. Me queda claro que algo escondes detrás de tu figura de diosa criolla. Algo que da vueltas. Algo que quiero. Algo que puedo necesitar. El nuevo deseo de mi voraz curiosidad.
Vicios. Esos manjares que las buenas consciencias niegan fervientemente poseer. Un libro que vi cerrar en un atardecer que antecedió a un motel ríspido y frío, cuya última página escribieron, también, caricias ríspidas y frías.
II
Era también el día del examen [al que ya he bendecido] el último día que te vi. García Márquez no se equivocó al afirmar que el tiempo es cíclico, da vueltas. – ¿Listo para el examen?-. – Venimos de estudiar en la biblioteca-. –Ya sé que voy a reprobar- [De todo corazón, espero que quien mencionó esta línea repruebe por estúpido]. –La fórmula para la implícita de la tangente-. –Vámonos a filos- [Filosofía, te aclaro si no entiendes de diminutivos]. –Sólo cambia el signo-. Tras dos horas de diálogos anónimos, el tiempo dio vuelta. -¿Cómo te fue?-. -¿Qué pusiste en la tres?-. –Nos recuperamos en el siguiente-. -¿Y tú cuanto crees sacar?-… Caminabas rápido hacia no sé dónde. Seguramente irías a embriagarte. Cuantas ganas tengo de embriagarme.
-¿Quieres ir a la fiesta?-. Soy foráneo. De donde yo vengo se aplica pena de muerte a quienes se quitan el estrés cada quince días, y cadena perpetua a quienes duermen fuera de casa. -¿A qué hora saldremos de ahí?-. Percibí el eco que mi pregunta hizo en tu cabeza. –Temprano. A las diez-. Y yo nací ayer.
Te sentaste a mi izquierda. No te conozco aún. Pasé toda la clase sin voltear para mirarte porque supuse que eras atractiva. Acerté. Interpretaba una famosísima frase de Nietzsche para un par de compañeros que apenas entendían la palabra “agnóstico”. Leíste su libro de Zaratustra que no habla sobre Zaratustra. Te gusta Sartre. Y el tarado de Unamuno. Te presentaste educadamente, sin que dejara de llamarme la atención tu exuberante nombre. Al escucharlo, fue imposible comportarme con originalidad, por lo que te pregunté por su significado; como seguramente más de un zanate había hecho ya. Pronto caí en la cuenta de que tan sólo existía una palabra que podía decir tanto con tan pocas letras. La palabra Amor.
Eres libre. Caminábamos indirectamente rumbo a la fiesta, negando pero tampoco afirmando nuestra asistencia. Me presentaste a tus vicios por fin, por lo que me pareció justo presentarte al único que a la fecha me sobrevive, del cual, desgraciadamente tu serías parte; Las mujeres. La última tenía treinta años y un par de hijos. No los conocí. No la quise sinceramente. Tal vez ella si a mí. Estuvo bajo la sombra de la dueña anterior de mis besos. Acepté dormir con ella. Como es costumbre en mí, hui en el momento de la verdad. Jamás la volví a ver. -¿Y tú tienes novio?- Eres libre.
El compromiso es una atadura. Un pésimo poeta español dijo no conocer la felicidad fuera de la cómoda prisión del compromiso. Recordaba, como suelo hacerlo en las tardes nubladas, más solitarias que las soleadas por culpa de esas nubes que se hallan al borde de las lágrimas. Alguna vez traté de atar a alguien. Alguna vez ese alguien me amó. Alguna vez dijo amarme al menos. Fui feliz dentro de su prisión. Encerrado en su carne, recluso de su cariño mediático y presidiario de algo cercano a la mentira. Tanto tiempo… tanto después de verla salir de mi prisión. Tanta tristeza en esa lúgubre celda. ¿No eras feliz en mi cárcel? Le pregunté alguna vez. –Si. Mucho. Pero quiero ser libre-. Nunca dejó de serlo. Incluso a costa de mi dolor. El compromiso es una atadura. Una muy dolorosa.
III
“Para comprobar la existencia de un límite, se debe analizar por la izquierda y por la derecha.” Mi primer amiguito contó un chiste. No reí. Le disparé [Sin intención bélica] una Coca Cola al concluir la clase. Caminábamos de regreso. Le platiqué la historia de un licenciado en administración que se gana la vida contando chistes, cosa que él fingía escuchar [Por lo que no lo culpo. Mi charla era bastante aburrida], cuando te encontramos fumando con una pintora. Experimenté nerviosismo como en nuestros tres últimos contactos visuales. Hablaban de cigarrillos. Pensé en el día anterior. Te acompañé a tu estación de metro por primera vez. Es probable que hubiere sido obvio. Mucho. Llevo corbata. Llevas falda y miro tus piernas con cierto descuido, pero, sorpresivamente, vacío de lascivia. Aún hablan de cigarrillos. Guardo silencio, odio el tabaco. –Vámonos- Susurré. Vainilla en el ambiente. El hombrecillo me hace segunda. Te despido. Esta noche hablo en público por primera vez desde que puse pie en la ciudad. Hablar en público no me hace temblar. Tanto.
Conoces a mucha gente. No vamos a Six Flags, pero si viajamos doce personas en un Chevy. “La gente de ciudad es agradable” decía mi cabeza para ahuyentar la erección que me causó la Betty Boop menor de edad que yacía sentada sobre mis piernas. Escuchó a los muchachos hablar. Escucho a los niños y escucho tu voz, buscándome. Concluye el higiénico trayecto. Entramos a una cochera tan llena de gente como una pecera de consultorio dental. Conoces a uno de cada dos de los aquí presentes. Eres amable conmigo. Me presentas a esas personas, con quienes nada compartes. La fiesta los une. Soy el único de los dos que sabe que pasaremos la noche aquí. Socializo para dejar que te diviertas. Desisto de mi intención de conocer personas al tercer hijo de cholo con camisa rota. Algunos adoran confirmar los prejuicios que otros eliminamos en nombre de la pluralidad. Fastidiado, le robo un churro a un buen samaritano. No me pegó. Me adherí a dos estudiantes de arquitectura. Consigo beber y platicar como adulto algunos minutos. Se largan. Vuelvo contigo para que me presentes con más personas tan relevantes como el nivel del mar y tan interesantes como la estadística demográfica del estado de Chihuahua. -¿Recuerdas la semana pasada?-. -¿Conoces a palurdito?-. –Supiste que a… -. Ruido. Buena música. Enanos vomitando y un vagabundo con cara de galán de cine independiente dormido a media pista de baile. Seré invisible si me quedo cinco minutos más. Salgo. Saludo a dos fulanos que tenían coito sobre la cajuela del auto de un cristiano. Es de madrugada. Habrá camiones dentro de tres horas. No tengo efectivo para pagar un puto taxi. Me consuelo con café barato. Camino de regreso a la fiesta sin regresar a ella ¿Porque hago guardia alrededor de la cuadra? Tal vez fuiste muy amable.
IV
Vi clarear. Hacía tiempo que no presenciaba la llegada opulenta y colorida del astro rey. Nubló. Dos esqueletos de cartón se tomaban de la mano en mi puesto de café preferido. Grupos de cúmulo nimbos se recorrían como persianas mugrientas. Un rubio obeso graba una nota de voz para su mamá.
De noche. Llevaba la corbata. Te seguía mirando sin importar que no respondieras a mi cortejo. Debo exponer. Las ideas de la clase te desplazan de mi cabeza. Mis compañeros hacen un trabajo normal. Es mi turno al bat. Estoy por confesar al público mi facilidad para el humanismo. La gente es innecesariamente formal con estas vainas. Hablo para deshacerme de la frustración. Comienzo a pensar como verdadero expositor. Les gustó. Tenemos diez. Devoré el tiempo que restaba a la clase con explicaciones. Odio que me feliciten por estas pendejadas. Todo adquirió irrelevancia al terminar… excepto tú. Permeaste el aura de seguridad que venía rodeándome. El metro nos espera. Te gusta cómo me expreso, por lo que me regalas un tiro. Lo aprovecho. Feliz y vulnerable, vi la hora de mostrarte mis cartas, ya no necesitabas suponer nada. Me despido. Me abrazas largamente. De regreso a casa de mi tía. Después de tanto tiempo, la tierra tembló de nuevo.
¿Porque? ¿Para qué? ¿Es esta una nueva historia de fracaso? Incertidumbre: La constante del tiempo, de la vida, y sobre todo, de la humanidad. Esa que cada uno resuelve con su propia muerte. “Somos tan libres como seamos conscientes de estar siguiendo un destino” Parafraseo a Spinoza. Las preguntas de arriba las respondo como mejor me place. Al fin y al cabo, todo ya está escrito.
Iglesia mormona cerrada. Orino su fachada confiando en la suerte de las cuatro de la mañana. Ese día eras una idea. Angélica grita. No puedo salir durante el resto del semestre. No estoy arrepentido de haberlo hecho. Estoy arrepentido de vivir con mi tía mamona. No valió la pena pasar la noche fuera de casa, y aun así no me interesa. La ecuación se invirtió. Es demasiado pronto para todo, pero ese día dejaste de ser una simple idea.
Intercambiamos miradas. Yo callo en clase. Te miro los ojos, levantando las cejas, esperando que milagrosamente comprendas el laberíntico e ininteligible lenguaje del coqueteo. Dejamos de juntarnos para ir al metro. Unos días. Necesitas emoción, nada rutinario. Vives en la variedad. Yo, en la puta cotidianidad.
V
Llegó el sábado en el que todas las mujeres tenían tu cara, todos los libros habían sido titulados con tu nombre, y una luna menguada hizo un mediocre esbozo de tu sonrisa. Alex Lora me pidió que tomará un ADO. La depresión me llevaba a Puebla por segunda vez en lo que llevo de existir, con lo que confirmé a la ciudad de los ángeles como el burdel de los chilangos. Para que la tristeza no me hiciera poner pie en el cajón, decidí sucumbir ante la única opción que me permitiría satisfacer mis instintos primarios. Terminado el trayecto, nadie esperaba en el andén, nadie esperaba en la central y mucho menos en la avenida. La encontré. Ahora sí que parecía estar esperando. Me salvó de las formalidades con un beso francés. Tenemos un par de años de conocernos. Nos congregamos por la misma razón; tenernos en un momento desdichado. Pagué los tragos en un bar rústico de Cholula, pero dividimos legalmente la cuenta de un hotel de mediana decencia. Siendo mi amiga, no quería hacerla sentir como una cualquiera. No lo era. Mis dientes de conejo rompieron sus medias traslúcidas, mientras paseaba mis yemas a través de su cintura, su vientre, un talle esbelto, sus senos casi inexistentes y los álgidos labios color carmín pintados de morado. Deshabitaste mi mente cuando el vaivén entre ella y yo. Intenté abandonar las penas, desahuciar a las conjeturas, ahogar los atisbos de soledad… Árboles, una crisálida, una flor, los tiempos medievales y una proyección de crecimiento para el Producto Interno Bruto se plasmaron en un orgasmo, mientras deposité en la tierna poblana mi posibilidad de descendencia. Ella sonríe. Creo que yo no. Un par de cuerpos desnudos juegan bajo las sábanas almidonadas. Dormimos felices. Al regresar a casa ya no sería así. Pudimos esperar cinco minutos para el amanecer. No. Hoy somos esclavos de la obscuridad.
Tres noches de fiesta consecutivas. Estoy molesto. Es lunes. No te esperaba aquí después del éxodo que viviste. La sorpresa sustrajo al hastío. Me importas. Lo dice la tripita vacía que sentí cuando te acercaste. Me senté a fingir que leía. Pasaste por mí. Kinder Delice para ti. Soy objetivo al decir que tu belleza se redujo. Podrías hacerte pasar por una señora. Siendo objetivo, yo no soy objetivo. Quería un abrazo tuyo, uno muy fuerte, como para no dejarte ir. Como si muy lejos hubieses estado. Agradeces el chocolate. Hago silencio. Hace fiebre por expresar, estoy hechizado, melancólico de ensueños, débil ante el misterio de tus besos. “Ojalá tú me dijeras, que en verdad me correspondes, como desearía, atesorar eso que escondes. Para que al compás de nuestras manos, nos deshiciéramos de todo lo existente…”. Estás exhausta. Pareces distante. Apenas te recargas en mi pecho y un túrbido eco se crea dentro. Te despido sin más.
VI
Frappé en mano, me embarga el coraje sin saber cómo o porqué. Un geógrafo de mal aspecto remedo de Indiana Jones te invita un café. Es profe y hace semanas que te habla raro. Tres horas de exposiciones infumables. Salgo del auditorio para encontrarme al susodicho. Discutimos sobre la visión urbana. Me gano su respeto tras una hora de vana interlocución. Paso la tarde con cuatro personas que formaron audiencia en dicho intercambio de ideas. Son las ocho de la noche. Diría que estás esperándome.
Es martes y siento que podría resolver la fusión en frío [Sinónimo de muy bien]. Contemplé el ensueño que el destino otorga a quienes derrotan al fatalismo. Dos personas se extrañan en la distancia temporal, física. Me pregunté sobre el instante preciso en el que tu azote golpeó en lo real, como mis dedos colisionan contra el teclado. –Te está mirando- Un calvo, cuya banca está yuxtapuesta a la mía lo dice. –Te volvió a mirar- Esta vez exclama con nítida emoción. Tuve la necesidad de evitar el contacto visual contigo y no porque yo sea altanero…
Este día tuvo el menester de ser irrelevante. Socialicé un poco más de lo que acostumbro. Me viste con una amiga bonita. Hablábamos de nuestros defectuosos padres. Parecías extraña, pero no impediste que la situación nos llamara. Hablamos largo y tendido. Mi único amiguito nos interrumpió cual zoquete que es. Teníamos uno de esos momentos mágicos en uno de los sitios con menos encanto de la ciudad: El metro. Yo lo sabía. Me costó varias estaciones hacérselo entender al sujeto, quien para mi fortuna, adquirió súbitamente el súper poder para interpretar indirectas. Nos abandonó después de un rato. Me recargué en la puerta. Me acorralaste con tu brazo derecho. La mesa estaba puesta, pero como mal pretendiente que soy [Y excelente visionario] dejé escapar una pregunta de mi boca; -¿Qué quieres?- Aparentemente, yo disfrutaba de matar el momento. Intenté besarte antes de irme. Rocé tus labios. No hiciste reacción aparente. –Fluye-. Eres la típica pseudoadolescente que no sabe lo que quiere. Mi cabeza molestando a la puerta. ¿Acaso yo lo sé?
VII
Al día siguiente esperé por ti como un estúpido. La felicidad no es estúpida. En cambio, la idea de felicidad lo es bastante. Estúpido se perfiló como tu peyorativo preferido. En palabras tuyas, mis compinches son unos estúpidos, los profes son unos estúpidos, los de la tienda son unos estúpidos, los noviecitos de dos semanas con unos estúpidos, enamorarse es de estúpidos…
Otro día acaeció. Corrí al baño. Te busqué de regreso. Te habías largado, como es tu costumbre, sin que pareciera importarte.
Es martes de nuevo. Tomo la iniciativa de concederte nimiedad, así que la tarde transcurre bien, tranquila. Está por comenzar la última clase. No has llegado. Un discurso agotador del buen Indiana Jones deja mis ánimos hechos ruinas. Lo interrumpes abriendo la puerta. La pintora te precede. Escucho tus críticas en la lejanía. Termina la clase. La indecisión me corrompe. Creí tener suerte, me estabas viendo descaradamente. Sonríes, como siempre. Haces ademán de pedir que me acerque. Coqueteamos con la mirada una vez más. Me abro paso entre los bultos de mi grupo que aglutinan el pasillo. Apenas me encuentro frente a ti, tomas mi mano y sales corriendo conmigo a rastras. Me acoplo a tu ritmo sin chistar. Te detienes saliendo del edificio, cuando tu aspecto es el de un keniano desnutrido que ha hecho el maratón. –Te quiero mucho- susurras mientras te abrazas a mi cuerpo como un náufrago, como Tom Hanks, a la última balsa. Como quien se aferra a algo… Respondo a tu cariño, pero cuando te abrazo terminas con mis sueños rosados como con mis entrañas; Estabas ebria. Alegría o decepción, tuviste los ánimos de fundar una nueva dicotomía. Ayer te invité a salir, pero recién aceptas que preferiste beber café con Indiana Jones. Como buen confesor, entrego tu penitencia; mis cuestionamientos. -¿Porque arruinas el momento?- Esa voz de diosa irreverente y caprichosa me hace pedazos. Me sueltas, molesta. Intento convencerte que todo está en orden. -¡Quieres cambiarme!- Tomo tu brazo casi a la fuerza. Continúas enojada. Te sueltas y corres. Te alcanzo en el subterráneo. –Soy estúpida y nunca hago nada- Hablas sobre lo tonta que dices ser. Sobre mi decencia. Sobre lo que no crees merecer. –Me idealizas- No comprendí si me querías lejos de ti, o si querías mantenerme más cerca. Como tuyo. Como imbécil. Como amante. Eres tan jodidamente existencialista. Comienzas a llorar mientras declaro todo lo que odio de ti. Ahora entiendes que no te idealizo en realidad. Peleamos. Sólo yo poseo el uso completo de razón… Y tardé en comprender que no es contra ti. Peleo contra mí. Resignado, te permito tener la razón. Tú ganas. Yo gano. Entonces ¿Quién ha perdido? Tras retractarme de no aceptar toda la basura que dices de mi persona, te tomo del brazo y beso tu mejilla. Haces un gesto de “No esperaba ganar esta vez”. Te admito alcohólica, fiestera, yunkie, confundida, e incluso unamunista, pero existe algo que jamás estaría dispuesto a tolerar… Estoy por despedirte. Nunca me aprovecharía de una ebria, pero no existe ley que impida a una ebria aprovecharse de mí. Me apuntas con tus pupilas, cual niña desangelada que solicita dulces de forma maniaca. Acortamos nuestra distancia, esta vez de frente. Nos dimos una probadita, titubeando ante lo desconocido, pero sin dudar. Después otra. Una más. Ojalá los helados de supermercado y mi patética vida amorosa fueran la mitad de exquisitos. Subes al tren sin cortar el lazo conformado por nuestras miradas. El metro decide continuar abierto. Tú decides salir de él. Elevarte sobre tus puntas y meter tu lengua en mi boca. A tu aliento etílico obsequié mis labios quemados por el café diario, resultando en un beso único, de esos que colecciona el inconsciente, de esos que no escapan al ojo del espectador, del voyeurista, mejor preparado que toda la mierda que cocina Laura Esquivel. Nos detuvimos un par de veces para deleitarnos adecuadamente. Entonces, el metro se fue. Contigo dentro. Puedo ver mi rostro encerrado por mosaicos, entre interrogantes. Una emerge ¿Quién ha perdido?
VIII
¿Por qué te ignoro? No te daré explicación a algo que es irrisoriamente obvio. ¿Frío? ¿Yo? Ayer tenías mallas puestas y un lápiz labial rojo vampiro de la avenida Sullivan manchaba la boca de un esteroide con piernas. ¿Por qué me ignoras? ¿Por qué eres tan fría conmigo? Si fue un martes, tan anaranjado como este, cuando me dijiste que me querías. Dicen que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad. La verdad es que ese día no eras una niña. Ese día no fuiste ni borracha.
He estado aquí sentado durante media hora. Si desde el día anterior me quieres, no dudo que puedas esperarme.
Hace un mes me pediste que hiciéramos juntos el proyecto de física. Estás enojada. Tengo dos equipos de física; un crimen. Me odias porque soy un mentiroso. Lo entiendo. Te declamo un poema con cierto temor. Lo rechazas. Te persigo camino a la estación. Volteas a verme con desdén. Comienzo a pensar que lo merezco. Te pido disculpas por enésima vez. No hablas de nada. No esperé tanta ira por un proyecto de física. Te pones a platicar con unos extras del grupo. Me cierras. Lo comprendo. Tengo tu espalda frente a mí y recuerdo todas las ocasiones en las que una mujer me ha hecho sentir como bazofia. Abordas el tren. Merecer es un verbo injusto. Estoy a un paso de seguirte, pero percibí que se me habían terminado la cantidad de pasos que podía poner tras tu silueta. Me quedo en el andén, como muerto, en busca de una transparencia a través de la cual pueda decirte adiós. Hay polvo, pero al igual que yo, se tornó invisible.
La pintora me dijo que te sentías traicionada. –Si la quieres, lucha por ella-. Las únicas sabias palabras que pronunciará durante su efímera existencia. Teniéndome postrado en un lecho donde bebo mis insípidas lágrimas. Perdiéndote tú, en una fiesta.
La desidia no se presentó por aquí. El café Gourmet de Angélica tuvo un sabor muy amargo aquella mañana, tanto, que el primer par de sorbos terminaron en el drenaje. Bebí el resto del café con placer astral. Preparé una taza más. Ese día se dio una épica más entre mis sentimientos y la razón. –Espera a que ella te hable, si en verdad le interesas, lo hará- Una voz unánime me aconsejó. Me dejaste sin saber que hacer ¿Te parece poco orillarme a recurrir a la vox populi? Maldita.
Un martes más sucede. La misma obra bajo el mismo telón estrellado en el mismo teatro desaforado. Hoy chirrió el drama. Finaliza la última clase. Me dirijo al pórtico para charlar con mi equipo de trabajo. Me quedo en el pórtico, pensando que podrías verme al salir. Esquivas al séquito, pasas detrás de mi persona. Caminas por el pasillo, esta vez, más lento que de costumbre. Termino de hablar, tomo un atajo, y te doy alcance en la calle de la pizzería rumbo a la estación. Finjo estar distraído y sigo mi camino veinte metros delante de ti. Me detengo a comprar papel para marihuana que ni siquiera utilizaré. Subo el volumen de mi voz intencionalmente. Viré a la izquierda para darme cuenta de que pasaste a cuarenta centímetros del puesto donde conseguí el insumo. Me desplazo como un vector, intentando seguir la trayectoria de la función que impones [De nada por el orgasmo ingenieros]. Dos, tres, cinco… diez metros te dejo. No despego mi visión de tu cabello, ni diezmo la esperanza de que gires la cabeza. Rogué al ser supremo que voltearas, le pedí que te detuvieras a decirme que todo estaba bien y aluciné con escuchar esas dos palabras sacrílegas, contigo, en el grado cero de alcohol. Te noté abordando el tren. Puertas abiertas. Podría entrar. Un zumbido. No tiene caso. Cierran las puertas. Tal vez debí luchar un poco más. El metro desaparece en lo intangible, en un sendero sin luz. Quería bañarme en lágrimas, en mierda y autocompasión. En cuestión de días, ya era el significante de un verdadero perdedor. Una idea se desbordó de mi mente, no pude detenerme; cuatro minutos más tarde, abordé el último vagón del siguiente tren. Dos hombres estaban jurándose amor eterno. Carajo.
B
“Debes correr” “Alcánzala” “Cambia la historia” “El juego se acaba”. Consumía las uñas rápidamente, pues el tren se detenía continuamente [Pensar en rima siempre ha significado una mala señal para mí]. Eran las nueve diecisiete cuando bajé en la correspondencia. Abordé noventa segundos después. Cuatro estaciones saturadas de personas promedio, la línea uno simuló perfectamente al quinto círculo del infierno de Dante. Hambriento desde el mediodía y pálido desde hace unos minutos, corro en la estación San Lázaro. Un chico moreno de pelo quebrado, casi largo, toca mi hombro. –Deja de correr- Sonríe mientras me obsequia una botella de agua Santa María [Golazo]. Desapareció. Adelante, un mar de gente. Imagino a Demetrio Vallejo, a su prima que tanto amó, a sus más de siete hijos… Elenita Momiatowska se había infiltrado en mis pensamientos, maldigo a lxs maricxs [Seamos incluyentes] que la venden como buena escritora. Puertas abiertas. Detenido. Comienzo a trotar desde el noveno vagón. Pongo atención a cada cara que veo, con la seguridad de que eres inconfundible. Tu pelo castaño obscuro y teñido de castaño claro hasta la mitad. Tus ojos llenos de ingenio y sensualidad. Tus mejillas enrojecidas por el candor de tus corajes. Y tus labios bellos, deformados a fuerza de besos feroces. Quinto vagón, las puertas cierran. Tú sueles viajar en el tercero. Se va el tren de las nueve treinta y cuatro. Pasa el tercer tren. En él, está un cerdo capitalista que abordó en universidad después que yo. Nueve cincuenta y uno. Convulsiones, represión y eso que algunos poco sensibles llaman impotencia. Once treinta y siete. Llanto frente a la casa de Angélica. ¿Qué falló? El orgullo nos hizo idiotas. Algo pudo romperse. La pregunta recurrente. Yo.
-Eres muy intenso- Dices, mientras me ahogo en alcohol; gritas, mientras jaloneo tu brazo; gimes, mientras te hago el amor; murmuras, mientras me burlo de tu vanidad y piensas, mientras te meto un cuchillo en la boca… Despierto, el rostro de Cara Delevgine en la puerta de mi habitación, la columna del Reforma y el café matutino aguardan; un mensaje tuyo en el celular. Mi único acierto: No haberte alcanzado ayer. Gané. La vida es injusta. Sonrío. Otra noche fuera casa. Pero esta vez, sólo tú te arrepentirás.
Mike Norwood / 2015