Intenso

“Vivir en la prehistoria. Para tener como Dios al sol, al agua, al cielo o a cualquier cosa que pueda asociar con esa fuerza terrena que hoy venero. Cualquier cosa, menos esa. El sol se esconde, el agua se seca, el cielo obscurece; por eso la venero, porque cuando ella se va, el cielo esclarece, el agua resbala y el sol aparece, vivo en sus manos, de Diosa terrena.”

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Separación de Eduard Munch

I

            El rostro de Cara Delevigne pegado en la puerta de un camión de pasajeros [La cara de Cara], el Reforma engordado por la grotesca sección de sociales, la estudiante de arquitectura cortándose el pelo con una tijeras de punta Roma, y tu semblante derruido por el alcohol del fin de semana…

            Todos hablaban del bendito examen de cálculo, como si hablar de él hasta el cansancio les fuera a devolver el respeto por ellos mismos, o la capacidad de egolatría libre de fundamento.

            No estabas en clase. Con el hedor a hemoglobina y los verdugos tan ávidos de reprobarme, yo sólo podía pensar en la sonrisa que proferiste aquel último día que te vi, consecuencia de un somero cumplido que huyó de mi boca. Esa noche sufrí mi soledad con un vaso de Chivas Regal mansamente diluido en Coca Cola. Por mucho que mermé la botella, en la mañana siguiente, las penas me esperaban sin el menor rasguño.

            ¿Cómo te conocí? Apenas podría decir que te conozco. Adoras la novedad y a sus múltiples formas alotrópicas. Requerí dos charlas para que me aceptaras un café, tras el cual llegué a imaginar que eras tú quien en realidad me cortejaba.

            Eres existencialista. Y no es que quiera encasillarte, es solo que eres un himno Camusiano. Mirábamos al cielo, te delatabas con premura, como leyéndome sin saber, poniendo un letrero de advertencia que no hice sino ignorar. Me queda claro que algo escondes detrás de tu figura de diosa criolla. Algo que da vueltas. Algo que quiero. Algo que puedo necesitar. El nuevo deseo de mi voraz curiosidad.

            Vicios. Esos manjares que las buenas consciencias niegan fervientemente poseer. Un libro que vi cerrar en un atardecer que antecedió a un motel ríspido y frío, cuya última página escribieron, también, caricias ríspidas y frías.

II

            Era también el día del examen [al que ya he bendecido] el último día que te vi. García Márquez no se equivocó al afirmar que el tiempo es cíclico, da vueltas. – ¿Listo para el examen?-. – Venimos de estudiar en la biblioteca-. –Ya sé que voy a reprobar- [De todo corazón, espero que quien mencionó esta línea repruebe por estúpido]. –La fórmula para la implícita de la tangente-. –Vámonos a filos- [Filosofía, te aclaro si no entiendes de diminutivos]. –Sólo cambia el signo-. Tras dos horas de diálogos anónimos, el tiempo dio vuelta. -¿Cómo te fue?-. -¿Qué pusiste en la tres?-. –Nos recuperamos en el siguiente-. -¿Y tú cuanto crees sacar?-… Caminabas rápido hacia no sé dónde. Seguramente irías a embriagarte. Cuantas ganas tengo de embriagarme.

            -¿Quieres ir a la fiesta?-. Soy foráneo. De donde yo vengo se aplica pena de muerte a quienes se quitan el estrés cada quince días, y cadena perpetua a quienes duermen fuera de casa. -¿A qué hora saldremos de ahí?-. Percibí el eco que mi pregunta hizo en tu cabeza. –Temprano. A las diez-. Y yo nací ayer.

            Te sentaste a mi izquierda. No te conozco aún. Pasé toda la clase sin voltear para mirarte porque supuse que eras atractiva. Acerté. Interpretaba una famosísima frase de Nietzsche para un par de compañeros que apenas entendían la palabra “agnóstico”. Leíste su libro de Zaratustra que no habla sobre Zaratustra. Te gusta Sartre. Y el tarado de Unamuno. Te presentaste educadamente, sin que dejara de llamarme la atención tu exuberante nombre. Al escucharlo, fue imposible comportarme con originalidad, por lo que te pregunté por su significado; como seguramente más de un zanate había hecho ya. Pronto caí en la cuenta de que tan sólo existía una palabra que podía decir tanto con tan pocas letras. La palabra Amor.

            Eres libre. Caminábamos indirectamente rumbo a la fiesta, negando pero tampoco afirmando nuestra asistencia. Me presentaste a tus vicios por fin, por lo que me pareció justo presentarte al único que a la fecha me sobrevive, del cual, desgraciadamente tu serías parte; Las mujeres. La última tenía treinta años y un par de hijos. No los conocí. No la quise sinceramente. Tal vez ella si a mí. Estuvo bajo la sombra de la dueña anterior de mis besos. Acepté dormir con ella. Como es costumbre en mí, hui en el momento de la verdad. Jamás la volví a ver. -¿Y tú tienes novio?- Eres libre.

            El compromiso es una atadura. Un pésimo poeta español dijo no conocer la felicidad fuera de la cómoda prisión del compromiso. Recordaba, como suelo hacerlo en las tardes nubladas, más solitarias que las soleadas por culpa de esas nubes que se hallan al borde de las lágrimas. Alguna vez traté de atar a alguien. Alguna vez ese alguien me amó. Alguna vez dijo amarme al menos. Fui feliz dentro de su prisión. Encerrado en su carne, recluso de su cariño mediático y presidiario de algo cercano a la mentira. Tanto tiempo… tanto después de verla salir de mi prisión. Tanta tristeza en esa lúgubre celda. ¿No eras feliz en mi cárcel? Le pregunté alguna vez. –Si. Mucho. Pero quiero ser libre-. Nunca dejó de serlo. Incluso a costa de mi dolor. El compromiso es una atadura. Una muy dolorosa.

III

            “Para comprobar la existencia de un límite, se debe analizar por la izquierda y por la derecha.” Mi primer amiguito contó un chiste. No reí. Le disparé [Sin intención bélica] una Coca Cola al concluir la clase. Caminábamos de regreso. Le platiqué la historia de un licenciado en administración que se gana la vida contando chistes, cosa que él fingía escuchar [Por lo que no lo culpo. Mi charla era bastante aburrida], cuando te encontramos fumando con una pintora. Experimenté nerviosismo como en nuestros tres últimos contactos visuales. Hablaban de cigarrillos. Pensé en el día anterior. Te acompañé a tu estación de metro por primera vez. Es probable que hubiere sido obvio. Mucho. Llevo corbata. Llevas falda y miro tus piernas con cierto descuido, pero, sorpresivamente, vacío de lascivia. Aún hablan de cigarrillos. Guardo silencio, odio el tabaco. –Vámonos- Susurré. Vainilla en el ambiente. El hombrecillo me hace segunda. Te despido. Esta noche hablo en público por primera vez desde que puse pie en la ciudad. Hablar en público no me hace temblar. Tanto.

            Conoces a mucha gente. No vamos a Six Flags, pero si viajamos doce personas en un Chevy. “La gente de ciudad es agradable” decía mi cabeza para ahuyentar la erección que me causó la Betty Boop menor de edad que yacía sentada sobre mis piernas. Escuchó a los muchachos hablar. Escucho a los niños y escucho tu voz, buscándome. Concluye el higiénico trayecto. Entramos a una cochera tan llena de gente como una pecera de consultorio dental. Conoces a uno de cada dos de los aquí presentes. Eres amable conmigo. Me presentas a esas personas, con quienes nada compartes. La fiesta los une. Soy el único de los dos que sabe que pasaremos la noche aquí. Socializo para dejar que te diviertas. Desisto de mi intención de conocer personas al tercer hijo de cholo con camisa rota. Algunos adoran confirmar los prejuicios que otros eliminamos en nombre de la pluralidad. Fastidiado, le robo un churro a un buen samaritano. No me pegó. Me adherí a dos estudiantes de arquitectura. Consigo beber y platicar como adulto algunos minutos. Se largan. Vuelvo contigo para que me presentes con más personas tan relevantes como el nivel del mar y tan interesantes como la estadística demográfica del estado de Chihuahua. -¿Recuerdas la semana pasada?-. -¿Conoces a palurdito?-. –Supiste que a… -. Ruido. Buena música. Enanos vomitando y un vagabundo con cara de galán de cine independiente dormido a media pista de baile. Seré invisible si me quedo cinco minutos más. Salgo. Saludo a dos fulanos que tenían coito sobre la cajuela del auto de un cristiano. Es de madrugada. Habrá camiones dentro de tres horas. No tengo efectivo para pagar un puto taxi. Me consuelo con café barato. Camino de regreso a la fiesta sin regresar a ella ¿Porque hago guardia alrededor de la cuadra? Tal vez fuiste muy amable.

IV

            Vi clarear. Hacía tiempo que no presenciaba la llegada opulenta y colorida del astro rey. Nubló. Dos esqueletos de cartón se tomaban de la mano en mi puesto de café preferido. Grupos de cúmulo nimbos se recorrían como persianas mugrientas. Un rubio obeso graba una nota de voz para su mamá.

            De noche. Llevaba la corbata. Te seguía mirando sin importar que no respondieras a mi cortejo. Debo exponer. Las ideas de la clase te desplazan de mi cabeza. Mis compañeros hacen un trabajo normal. Es mi turno al bat. Estoy por confesar al público mi facilidad para el humanismo. La gente es innecesariamente formal con estas vainas. Hablo para deshacerme de la frustración. Comienzo a pensar como verdadero expositor. Les gustó. Tenemos diez. Devoré el tiempo que restaba a la clase con explicaciones. Odio que me feliciten por estas pendejadas. Todo adquirió irrelevancia al terminar… excepto tú. Permeaste el aura de seguridad que venía rodeándome. El metro nos espera. Te gusta cómo me expreso, por lo que me regalas un tiro. Lo aprovecho. Feliz y vulnerable, vi la hora de mostrarte mis cartas, ya no necesitabas suponer nada. Me despido. Me abrazas largamente. De regreso a casa de mi tía. Después de tanto tiempo, la tierra tembló de nuevo.

            ¿Porque? ¿Para qué? ¿Es esta una nueva historia de fracaso? Incertidumbre: La constante del tiempo, de la vida, y sobre todo, de la humanidad. Esa que cada uno resuelve con su propia muerte. “Somos tan libres como seamos conscientes de estar siguiendo un destino” Parafraseo a Spinoza. Las preguntas de arriba las respondo como mejor me place. Al fin y al cabo, todo ya está escrito.

            Iglesia mormona cerrada. Orino su fachada confiando en la suerte de las cuatro de la mañana. Ese día eras una idea. Angélica grita. No puedo salir durante el resto del semestre. No estoy arrepentido de haberlo hecho. Estoy arrepentido de vivir con mi tía mamona. No valió la pena pasar la noche fuera de casa, y aun así no me interesa. La ecuación se invirtió. Es demasiado pronto para todo, pero ese día dejaste de ser una simple idea.

            Intercambiamos miradas. Yo callo en clase. Te miro los ojos, levantando las cejas, esperando que milagrosamente comprendas el laberíntico e ininteligible lenguaje del coqueteo. Dejamos de juntarnos para ir al metro. Unos días. Necesitas emoción, nada rutinario. Vives en la variedad. Yo, en la puta cotidianidad.

V

Llegó el sábado en el que todas las mujeres tenían tu cara, todos los libros habían sido titulados con tu nombre, y una luna menguada hizo un mediocre esbozo de tu sonrisa. Alex Lora me pidió que tomará un ADO. La depresión me llevaba a Puebla por segunda vez en lo que llevo de existir, con lo que confirmé a la ciudad de los ángeles como el burdel de los chilangos. Para que la tristeza no me hiciera poner pie en el cajón, decidí sucumbir ante la única opción que me permitiría satisfacer mis instintos primarios. Terminado el trayecto, nadie esperaba en el andén, nadie esperaba en la central y mucho menos en la avenida. La encontré. Ahora sí que parecía estar esperando. Me salvó de las formalidades con un beso francés. Tenemos un par de años de conocernos. Nos congregamos por la misma razón; tenernos en un momento desdichado. Pagué los tragos en un bar rústico de Cholula, pero dividimos legalmente la cuenta de un hotel de mediana decencia. Siendo mi amiga, no quería hacerla sentir como una cualquiera. No lo era. Mis dientes de conejo rompieron sus medias traslúcidas, mientras paseaba mis yemas a través de su cintura, su vientre, un talle esbelto, sus senos casi inexistentes y los álgidos labios color carmín pintados de morado. Deshabitaste mi mente cuando el vaivén entre ella y yo. Intenté abandonar las penas, desahuciar a las conjeturas, ahogar los atisbos de soledad… Árboles, una crisálida, una flor, los tiempos medievales y una proyección de crecimiento para el Producto Interno Bruto se plasmaron en un orgasmo, mientras deposité en la tierna poblana mi posibilidad de descendencia. Ella sonríe. Creo que yo no. Un par de cuerpos desnudos juegan bajo las sábanas almidonadas. Dormimos felices. Al regresar a casa ya no sería así. Pudimos esperar cinco minutos para el amanecer. No. Hoy somos esclavos de la obscuridad.

Tres noches de fiesta consecutivas. Estoy molesto. Es lunes. No te esperaba aquí después del éxodo que viviste. La sorpresa sustrajo al hastío. Me importas. Lo dice la tripita vacía que sentí cuando te acercaste. Me senté a fingir que leía. Pasaste por mí. Kinder Delice para ti. Soy objetivo al decir que tu belleza se redujo. Podrías hacerte pasar por una señora. Siendo objetivo, yo no soy objetivo. Quería un abrazo tuyo, uno muy fuerte, como para no dejarte ir. Como si muy lejos hubieses estado. Agradeces el chocolate. Hago silencio. Hace fiebre por expresar, estoy hechizado, melancólico de ensueños, débil ante el misterio de tus besos. “Ojalá tú me dijeras, que en verdad me correspondes, como desearía, atesorar eso que escondes. Para que al compás de nuestras manos, nos deshiciéramos de todo lo existente…”. Estás exhausta. Pareces distante. Apenas te recargas en mi pecho y un túrbido eco se crea dentro. Te despido sin más.

VI

Frappé en mano, me embarga el coraje sin saber cómo o porqué. Un geógrafo de mal aspecto remedo de Indiana Jones te invita un café. Es profe y hace semanas que te habla raro. Tres horas de exposiciones infumables. Salgo del auditorio para encontrarme al susodicho. Discutimos sobre la visión urbana. Me gano su respeto tras una hora de vana interlocución. Paso la tarde con cuatro personas que formaron audiencia en dicho intercambio de ideas. Son las ocho de la noche. Diría que estás esperándome.

Es martes y siento que podría resolver la fusión en frío [Sinónimo de muy bien]. Contemplé el ensueño que el destino otorga a quienes derrotan al fatalismo. Dos personas se extrañan en la distancia temporal, física. Me pregunté sobre el instante preciso en el que tu azote golpeó en lo real, como mis dedos colisionan  contra el teclado. –Te está mirando- Un calvo, cuya banca está yuxtapuesta a la mía lo dice. –Te volvió a mirar- Esta vez exclama con nítida emoción. Tuve la necesidad de evitar el contacto visual contigo y no porque yo sea altanero…

Este día tuvo el menester de ser irrelevante. Socialicé un poco más de lo que acostumbro. Me viste con una amiga bonita. Hablábamos de nuestros defectuosos padres. Parecías extraña, pero no impediste que la situación nos llamara. Hablamos largo y tendido. Mi único amiguito nos interrumpió cual zoquete que es. Teníamos uno de esos momentos mágicos en uno de los sitios con menos encanto de la ciudad: El metro. Yo lo sabía. Me costó varias estaciones hacérselo entender al sujeto, quien para mi fortuna, adquirió súbitamente el súper poder para interpretar indirectas. Nos abandonó después de un rato. Me recargué en la puerta. Me acorralaste con tu brazo derecho. La mesa estaba puesta, pero como mal pretendiente que soy [Y excelente visionario] dejé escapar una pregunta de mi boca; -¿Qué quieres?- Aparentemente, yo disfrutaba de matar el momento. Intenté besarte antes de irme. Rocé tus labios. No hiciste reacción aparente. –Fluye-. Eres la típica pseudoadolescente que no sabe lo que quiere. Mi cabeza molestando a la puerta. ¿Acaso yo lo sé?

VII

Al día siguiente esperé por ti como un estúpido. La felicidad no es estúpida. En cambio, la idea de felicidad lo es bastante. Estúpido se perfiló como tu peyorativo preferido. En palabras tuyas, mis compinches son unos estúpidos, los profes son unos estúpidos, los de la tienda son unos estúpidos, los noviecitos de dos semanas con unos estúpidos, enamorarse es de estúpidos…

Otro día acaeció. Corrí al baño. Te busqué de regreso. Te habías largado, como es tu costumbre, sin que pareciera importarte.

Es martes de nuevo. Tomo la iniciativa de concederte nimiedad, así que la tarde transcurre bien, tranquila. Está por comenzar la última clase. No has llegado. Un discurso agotador del buen Indiana Jones deja mis ánimos hechos ruinas. Lo interrumpes abriendo la puerta. La pintora te precede. Escucho tus críticas en la lejanía. Termina la clase. La indecisión me corrompe. Creí tener suerte, me estabas viendo descaradamente. Sonríes, como siempre. Haces ademán de pedir que me acerque. Coqueteamos con la mirada una vez más. Me abro paso entre los bultos de mi grupo que aglutinan el pasillo. Apenas me encuentro frente a ti, tomas mi mano y sales corriendo conmigo a rastras. Me acoplo a tu ritmo sin chistar. Te detienes saliendo del edificio, cuando tu aspecto es el de un keniano desnutrido que ha hecho el maratón. –Te quiero mucho- susurras mientras te abrazas a mi cuerpo como un náufrago, como Tom Hanks, a la última balsa. Como quien se aferra a algo… Respondo a tu cariño, pero cuando te abrazo terminas con mis sueños rosados como con mis entrañas; Estabas ebria. Alegría o decepción, tuviste los ánimos de fundar una nueva dicotomía. Ayer te invité a salir, pero recién aceptas que preferiste beber café con Indiana Jones. Como buen confesor, entrego tu penitencia; mis cuestionamientos. -¿Porque arruinas el momento?- Esa voz de diosa irreverente y caprichosa me hace pedazos. Me sueltas, molesta. Intento convencerte que todo está en orden. -¡Quieres cambiarme!- Tomo tu brazo casi a la fuerza. Continúas enojada. Te sueltas y corres. Te alcanzo en el subterráneo. –Soy estúpida y nunca hago nada- Hablas sobre lo tonta que dices ser. Sobre mi decencia. Sobre lo que no crees merecer. –Me idealizas- No comprendí si me querías lejos de ti, o si querías mantenerme más cerca. Como tuyo. Como imbécil. Como amante. Eres tan jodidamente existencialista. Comienzas a llorar mientras declaro todo lo que odio de ti. Ahora entiendes que no te idealizo en realidad. Peleamos. Sólo yo poseo el uso completo de razón… Y tardé en comprender que no es contra ti. Peleo contra mí. Resignado, te permito tener la razón. Tú ganas. Yo gano. Entonces ¿Quién ha perdido? Tras retractarme de no aceptar toda la basura que dices de mi persona, te tomo del brazo y beso tu mejilla. Haces un gesto de “No esperaba ganar esta vez”. Te admito alcohólica, fiestera, yunkie, confundida, e incluso unamunista, pero existe algo que jamás estaría dispuesto a tolerar…  Estoy por despedirte. Nunca me aprovecharía de una ebria, pero no existe ley que impida a una ebria aprovecharse de mí. Me apuntas con tus pupilas, cual niña desangelada que solicita dulces de forma maniaca. Acortamos nuestra distancia, esta vez de frente. Nos dimos una probadita, titubeando ante lo desconocido, pero sin dudar. Después otra. Una más. Ojalá los helados de supermercado y mi patética vida amorosa fueran la mitad de exquisitos. Subes al tren sin cortar el lazo conformado por nuestras miradas. El metro decide continuar abierto. Tú decides salir de él. Elevarte sobre tus puntas y meter tu lengua en mi boca. A tu aliento etílico obsequié mis labios quemados por el café diario, resultando en un beso único, de esos que colecciona el inconsciente, de esos que no escapan al ojo del espectador, del voyeurista, mejor preparado que toda la mierda que cocina Laura Esquivel. Nos detuvimos un par de veces para deleitarnos adecuadamente. Entonces, el metro se fue. Contigo dentro. Puedo ver mi rostro encerrado por mosaicos, entre interrogantes. Una emerge ¿Quién ha perdido?

VIII

¿Por qué te ignoro? No te daré explicación a algo que es irrisoriamente obvio. ¿Frío? ¿Yo? Ayer tenías mallas puestas y un lápiz labial rojo vampiro de la avenida Sullivan manchaba la boca de un esteroide con piernas. ¿Por qué me ignoras? ¿Por qué eres tan fría conmigo? Si fue un martes, tan anaranjado como este, cuando me dijiste que me querías. Dicen que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad. La verdad es que ese día no eras una niña. Ese día no fuiste ni borracha.

He estado aquí sentado durante media hora. Si desde el día anterior me quieres, no dudo que puedas esperarme.

Hace un mes me pediste que hiciéramos juntos el proyecto de física. Estás enojada. Tengo dos equipos de física; un crimen. Me odias porque soy un mentiroso. Lo entiendo. Te declamo un poema con cierto temor. Lo rechazas. Te persigo camino a la estación. Volteas a verme con desdén. Comienzo a pensar que lo merezco. Te pido disculpas por enésima vez. No hablas de nada. No esperé tanta ira por un proyecto de física. Te pones a platicar con unos extras del grupo. Me cierras. Lo comprendo. Tengo tu espalda frente a mí y recuerdo todas las ocasiones en las que una mujer me ha hecho sentir como bazofia. Abordas el tren. Merecer es un verbo injusto. Estoy a un paso de seguirte, pero percibí que se me habían terminado la cantidad de pasos que podía poner tras tu silueta. Me quedo en el andén, como muerto, en busca de una transparencia a través de la cual pueda decirte adiós. Hay polvo, pero al igual que yo, se tornó invisible.

La pintora me dijo que te sentías traicionada. –Si la quieres, lucha por ella-. Las únicas sabias palabras que pronunciará durante su efímera existencia. Teniéndome postrado en un lecho donde bebo mis insípidas lágrimas. Perdiéndote tú, en una fiesta.

La desidia no se presentó por aquí. El café Gourmet de Angélica tuvo un sabor muy amargo aquella mañana, tanto, que el primer par de sorbos terminaron en el drenaje. Bebí el resto del café con placer astral. Preparé una taza más. Ese día se dio una épica más entre mis sentimientos y la razón. –Espera a que ella te hable, si en verdad le interesas, lo hará- Una voz unánime me aconsejó. Me dejaste sin saber que hacer ¿Te parece poco orillarme a recurrir a la vox populi? Maldita.

Un martes más sucede. La misma obra bajo el mismo telón estrellado en el mismo teatro desaforado. Hoy chirrió el drama. Finaliza la última clase. Me dirijo al pórtico para charlar con mi equipo de trabajo. Me quedo en el pórtico, pensando que podrías verme al salir. Esquivas al séquito, pasas detrás de mi persona. Caminas por el pasillo, esta vez, más lento que de costumbre. Termino de hablar, tomo un atajo, y te doy alcance en la calle de la pizzería rumbo a la estación. Finjo estar distraído y sigo mi camino veinte metros delante de ti. Me detengo a comprar papel para marihuana que ni siquiera utilizaré. Subo el volumen de mi voz intencionalmente. Viré a la izquierda para darme cuenta de que pasaste a cuarenta centímetros del puesto donde conseguí el insumo. Me desplazo como un vector, intentando seguir la trayectoria de la función que impones [De nada por el orgasmo ingenieros]. Dos, tres, cinco… diez metros te dejo. No despego mi visión de tu cabello, ni diezmo la esperanza de que gires la cabeza. Rogué al ser supremo que voltearas, le pedí que te detuvieras a decirme que todo estaba bien y aluciné con escuchar esas dos palabras sacrílegas, contigo, en el grado cero de alcohol. Te noté abordando el tren. Puertas abiertas. Podría entrar. Un zumbido. No tiene caso. Cierran las puertas. Tal vez debí luchar un poco más. El metro desaparece en lo intangible, en un sendero sin luz. Quería bañarme en lágrimas, en mierda y autocompasión. En cuestión de días, ya era el significante de un verdadero perdedor. Una idea se desbordó de mi mente, no pude detenerme; cuatro minutos más tarde, abordé el último vagón del siguiente tren. Dos hombres estaban jurándose amor eterno. Carajo.

B

“Debes correr” “Alcánzala” “Cambia la historia” “El juego se acaba”. Consumía las uñas rápidamente, pues el tren se detenía continuamente [Pensar en rima siempre ha significado una mala señal para mí]. Eran las nueve diecisiete cuando bajé en la correspondencia. Abordé noventa segundos después. Cuatro estaciones saturadas de personas promedio, la línea uno simuló perfectamente al quinto círculo del infierno de Dante. Hambriento desde el mediodía y pálido desde hace unos minutos, corro en la estación San Lázaro. Un chico moreno de pelo quebrado, casi largo, toca mi hombro. –Deja de correr- Sonríe mientras me obsequia una botella de agua Santa María [Golazo]. Desapareció. Adelante, un mar de gente. Imagino a Demetrio Vallejo, a su prima que tanto amó, a sus más de siete hijos… Elenita Momiatowska se había infiltrado en mis pensamientos, maldigo a lxs maricxs [Seamos incluyentes] que la venden como buena escritora. Puertas abiertas. Detenido. Comienzo a trotar desde el noveno vagón. Pongo atención a cada cara que veo, con la seguridad de que eres inconfundible. Tu pelo castaño obscuro y teñido de castaño claro hasta la mitad. Tus ojos llenos de ingenio y sensualidad. Tus mejillas enrojecidas por el candor de tus corajes. Y tus labios bellos, deformados a fuerza de besos feroces. Quinto vagón, las puertas cierran. Tú sueles viajar en el tercero. Se va el tren de las nueve treinta y cuatro. Pasa el tercer tren. En él, está un cerdo capitalista que abordó en universidad después que yo. Nueve cincuenta y uno. Convulsiones, represión y eso que algunos poco sensibles llaman  impotencia. Once treinta y siete. Llanto frente a la casa de Angélica. ¿Qué falló? El orgullo nos hizo idiotas. Algo pudo romperse. La pregunta recurrente. Yo.

-Eres muy intenso- Dices, mientras me ahogo en alcohol; gritas, mientras jaloneo tu brazo; gimes, mientras te hago el amor; murmuras, mientras me burlo de tu vanidad y piensas, mientras te meto un cuchillo en la boca… Despierto, el rostro de Cara Delevgine en la puerta de mi habitación, la columna del Reforma y el café matutino aguardan; un mensaje tuyo en el celular. Mi único acierto: No haberte alcanzado ayer. Gané. La vida es injusta. Sonrío. Otra noche fuera casa. Pero esta vez, sólo tú te arrepentirás.

Mike Norwood / 2015

“NOS VEMOS EN LA ÓPERA”

Me refiero a La Ópera, una preciosa cantina estilo francés que data de 1876 y que se encuentra ubicada en la esquina de 5 de mayo y Filomeno Mata, en el centro de la Ciudad de México.

Cuentan que en 1914, Pancho Villa visitó esta cantina; anunció su entrada con todo y tropas y hasta caballo, lanzando un disparo en el techo que causó un emblemático orificio que aún se conserva.

En los lejanos años treinta del siglo pasado, en la espléndida barra de aquella cantina, también se dieron cita varios de los victoriosos Generales Sonorenses, con el prestigio bien ganado de pertenecer a la élite revolucionaria que iniciaba la transformación de México.

Acaso en algún domingo de aquellos tiempos, a la orden de “nos vemos en La Ópera”, se dejaban ver jugando al dominó, recordando batallas y desde luego a su fallecido líder, el General Álvaro Obregón. De entre ellos destacaba por su elevada estatura y buen porte, el General José Juan Méndez Peralta, a la sazón, Inspector de la Policía del Distrito Federal. En algún momento el General Cruz le dijo al General Méndez: «Oye Coche, ahí te buscan en  la entrada».

El General volteó a la puerta y vio a un chamaco de aspecto esmirriado, de unos diez años de edad, pantalón corto con tirantes y el cabello lacio y despeinado. El General Méndez se permitió sonreír, aquel chamaco impertinente era su hijo Julio César.

En la voz del general se oyó un «déjalo pasar», al tiempo que el encargado de recibir a los parroquianos le franqueaba la entrada al chamaco. Llevó al niño hasta la barra y no hubo palabra alguna, solo un golpe cariñoso en la testa mientras el imponente General buscaba en su chaleco alguna moneda. «Aquí está tu domingo» le dijo,  y con la mirada le ordenó que se retirara.

Muchos años después, en torno a la ya mencionada barra, José Juan Méndez Orantes escuchaba embelesado a su abuelo mientras contaba esta misma historia que aquí les relato. No pude evitar sorprenderme al notar que ya éramos cuatro las generaciones Méndez que habíamos pasado por La Opera, incluyendo, por supuesto, a dos con el mismo nombre.

Hoy por la tarde me pasó algo curioso, por circunstancias de la vida no hubo ningún compañero de trabajo que pudiera acompañarme a comer, por lo que salí solo a caminar por La Alameda Central; en cierto momento les puedo jurar que escuché la voz de mi viejo lindo diciéndome con su inolvidable voz: “nos vemos en La Ópera”.

Entré a esta bella cantina sabiendo que sin duda mi papá ya estaba ahí, esperándome en la barra. «¡Salud mi viejo, feliz cumpleaños!» le dije… «¡Salud cachorro!» me contestó…

Por Raúl Méndez Rubio

  barra

 

 

 

Sonrisa para llevar

Por Silvano H. Vitar

No era el hombre más feliz del mundo, tampoco el más exitoso o el más amoroso, pero era un hombre sonriente. La sonrisa de Alejandro contenía todas aquellas sonrisas que había coleccionado a lo largo de los años: del placer que le producía a sus padres cuando él abría los regalos de navidad, de una niña al recibir un helado en el parque; pero también existían sonrisas más complejas y sutiles.

Como la sonrisa embebida de alcohol que se formaba de lado a lado en la comisura de los labios de su padre mientras enloquecía de ebriedad, provocando que Alejandro también sonriera, pero de miedo. Y finalmente están las sonrisas que siempre encontraba en las personas que le tenían lástima y en los buenos samaritanos “siempre dispuestos a ayudarle” hasta donde las palabras y la buena consciencia les permitía.

―¿Importan realmente los sueños? ―susurró Alejandro―, sin motivo alguno y de improviso a la mesera, entre buscando platicar pero también sentir que aún podía resultarle atractivo (o al menos interesante) a alguien.

―¿Va a querer que se lo ponga eso para llevar? ―contestó la mesera―, pero inmediatamente Alejandro gritó: ―¡Nos enfocamos tanto en la posibilidad de los sueños que olvidamos lo que hizo posible que soñáramos en primer lugar!

Al presentir que la propina se vería mermada de no responder condescendientemente ante tan profunda exclamación, la querida mesera decidió forzar una sonrisa, digna del menos diez o tal vez del menos quince por ciento del total de la cuenta.

―Sí, para llevar… Otra sonrisa más… ―Puntualizó Alejandro―, desganado y  seco.

Seguramente al llegar a su cuarto, la sonrisa ya se habría enfriado y necesitaría ser recalentada con vodka… para degustarla bocado a bocado hasta que de pronto y sin aviso se le olvidara. Le quedaría entonces una estúpida sonrisa, enmarcada por el alcohol de lado a lado en la comisura de los labios. Una más junto con todas aquellas sonrisas que -trago a trago y para llevar-, habían moldeado la suya.

 

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Responsabilidad

Por Noé Salvador Cuervo Carvallo

El espléndido anochecer del día anterior se fue extinguiendo mientras Raúl se aterraba ante el inevitable destino. Iba camino a la muerte, llagoso, débil, anciano. Él lo sabía de antemano, cometió un error y estaba dispuesto a pagar por él aunque Dios se interpusiera de forma epidémica.

Ahora, en esa casucha de pueblo con techo descuidado de entrada sin puerta, la madrugada se abría paso y con ella un predecible funeral.

José, su hijo, lo miró, sacó a su madre del cuarto y esperó las últimas palabras de su anciano padre. Raúl estaba moribundo. “Esto ya se va a acabar, ¿verdad?”, pensó mientras el alba bañaba a los cultivos vecinos. José tomó de su bolsillo un cigarro y se lo dio a su padre. No lo encendió pero deseaba verlo como antes: un hombre rico al cual tuvo el orgullo de llamar “señor”. Ahora era tan sólo su padre.

Sin contemplar otra opción José tomó asiento a su lado, esperó algunas palabras de aliento, alguna herencia… pero de su padre nada más escuchó un murmullo en tono fársico: “Dios, ¿a qué horas?”, y entonces murió. La luz del amanecer no llegó a casa ese día. La herencia de la familia se había perdido y su prole estaba condenada; las fiestas, los estudios, la ropa, los muebles, toda comodidad anterior se esfumó.

El difunto fue capataz, uno fuerte pero ignorante. Elevado en el pueblo por conocer al gobernador de turno y por obedecer cada uno de sus mandatos. Si éste le pedía que hiciera más horas en la mina, por su puesto que Raúl las hacía, si le avisaba que a cada uno de sus obreros les tocaba menos dinero, mejor para él. Nadie se enojaba, pues en ese pueblo ya era de esperarse.

La esperanza de vida era pobre y las expectativas igual; sin embargo, José conoció otra vida, se codeó con escuelas de la capital, tuvo romances sin presiones, pero ahora tenía que subsistir con míseros ahorros y trabajando en la mina, porque el gobernador en turno nombró como capataz a otro, uno que aceptó peor pago por ser todavía más ignorante que su padre.

Durante el velorio, mientras llevaban de lomos el ataúd, José dudó en quedarse. “Tengo suficiente dinero, no tengo para qué vivir aquí. No me voy a morir en una mina”, pensó mientras suspiraba sobre aquel monótono destino que se repetía una y otra vez, de generación en generación. “Yo no voy a vivir así, no quiero”, pensó mientras sacaba otro cigarro de la gabardina.

Cuando el humo del cigarro salió de su boca, un sólo vistazo le faltó para percatarse que todos llevaban ropas similares, rotas, parchadas y sucias. “No quiero”, pensó de nuevo cuando su madre le arrebató el cigarro y se lo llevó a la boca; a ella le pareció lo mejor y los mineros no lo notaron. “Mañana trabajas”, le dijo mientras el humo salía por su nariz y una fuerte tos le impedía moverse como en años más fructíferos.

José guardó la compostura y se limitó a responder con un sí, ¿acaso tenía otra opción? Su madre apagó el cigarro y se dirigió al frente de los marchantes. El sol ya estaba en plenitud y la sombra de José, semejante a una estaca, se veía opacada por las sombras de los otros.

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La conciencia escrupulosa

Por Melissa Méndez Orantes

Acabo de comerme a mi hermano en un bowl del Panda Express, podía leerse “Res Beijing Doble (picante)”, necesito que comprendas que ahora mismo estoy muriendo.

Saliendo del Panda Express recibí la llamada de tu mujer (de eso hace aproximadamente una hora), ella me notificó que la carne que acababa de consumir era humana y filial. Corrí a mi nuevo departamento a cuatro cuadras del restaurante de comida rápida gourmet y a dos del Eje Central, ya no pudiste conocerlo conmigo.

Veinte minutos después de la llamada comencé a retorcerme en la banqueta de mi edificio, el dolor estomacal me impidió ingresar al departamento a pie, necesité gatear los tres pisos para después alzar la mano con las llaves que abren la puerta, mismas que resbalaron por mis dedos una y otra vez.

La vecina con notable desagrado fue quien giró la llave, entonces pude ingresar. Recostada en el piso del comedor o más bien de panza descubierta al mármol frío, logré calmar un poco el dolor pero nunca la mente. Cinco minutos después de haber ingresado al departamento (y dos después de permanecer acostada) mi madre me llamó por celular, notificándome la desaparición de mi hermano y la notable preocupación de la familia, de la familia entera.

Perdí la noción del tiempo al colgar con mi madre, pero sé que intenté vomitar y sé también que no lo logré. Mi hermano sigue dentro y he decidido no esperar a que ocurra la digestión en un retrete, no permitiré que mi último recuerdo de él sea convertido en mierda.

Ella, tu mujer, no tendrá ese privilegio.

A una decisión importante siempre le continúa otra: voy a quitarme la vida. Pero antes he tenido que ingresar a Facebook para mirar nuestras viejas fotos. ¡Cuánto nos divertimos derrochando dinero en lugares de lujo y comprando tonterías sin sentido sentido! Por lo menos logré comprender el disgusto y el odio que tu mujer tiene hacia mí. Después miré las fotos que tienes con ella y con tus trillizas, no puedes con tu cara de aburrimiento y ella tampoco se ve feliz, he llegado a la conclusión de que la vida sobre la faz de esta tierra no puede continuar así.

Es por esto que he subido a la azotea, ya caminando como la gente decente y con la frente en alto (aunque en realidad los tres deberíamos estar aquí). Con mis manos de clase media alta cargué el último regalo que me hiciste, la computadora HP rosada que tanto me gustó aquél día de compras; después de cerrar Facebook abrí Hotmail, puesto que decidí escribirte este último mensaje por Hotmail y no por Gmail (siento que es más entrañable que cualquier otro servicio de mensajería electrónica), pero descuida, ya casi termino, y una vez enviado este correo habré de caer 15 pisos abajo. Hoy tendré la última de mis caídas, una caída pulcra.

Sé que el Alarma o el Basta publicará las fotos de mi estómago reventado junto con mis sesos, así como mi cara deforme impactada sobre el pavimento. Sé que mi padre intentará sobornarlos para que no lo hagan, pero también sé que no lo logrará; no obstante, a cambio, podrá poner en la sala esa última foto enmarcada de sus dos hijos mezclados como carne molida premium, lista para preparar hamburguesas u alguna otra versión de carne Beijín.

En cierta medida está bien, lo merezco, merezco ese último minuto de fama roja y titular que con el paso de los años tendrá la posibilidad de engalanar la pared de algún museo de arte contemporáneo. Las trillizas podrán disfrutar la única acción trascendente (encaminada al mundo artístico) de su madre en este globo terráqueo.

Pero esta carta no es para las otras mujeres de tu vida, ni para mi hermano, ni para mis padres, es para ti mi amor. El hombre que pegó en donde más dolió.

Eres un cobarde.

Si ella hizo esto fue porque de una u otra forma tú se lo permitiste, tú ayudaste a que ese cocinero del Panda Express tuviera el día más fascinante de su vida cocinando carne humana por última y única vez, también ayudaste a que esos secuestradores tuvieran el momento más impactante de su existencia mientras sustraían a un ser de luz de primera calidad, y así sucesivamente la cadena…

¿Cómo romper una cadena si eso somos? Maravillosos puntos luminosos de un juego muy antiguo, olvidé algo en el cronograma anterior: Comí diez ácidos que le compré a uno de tus chalanes, únicamente porque lo vi como negocio, de eso no sé… ya van varios meses, no los regañes.

Pero ahora estoy viendo algo bonito antes de saltar. Te veo a lo lejos y eres un ángel.

Todo esto para que me ponga a pensar que en realidad eres una persona muy bondadosa, porque sí lo fuiste y nunca pude pagarte, «queda una deuda pendiente», como a veces lo cantan en re mayor esos galanes de circuitos mojados en Bandamax.

Todos más que conectados estamos bailados. Esto tiene que finalizar porque así lo marca el reloj de las manecillas invisibles, ese pequeño globo de bolsillo que Dios le regaló al hombre, al niño. No eres tú, fui siempre yo cariño, los relojes para mujer tan sólo son versiones… modelos… fabricaciones más pequeñas.

Porque nuestra educación fue inmensamente distinta, quizá no me di la oportunidad de esperar a que tú lo entendieras, pero me da gusto pensar que por lo menos ayudé a resolver tu matrimonio, me gusta pensar que ella si está hecha a tu medida.

Me dejo ir con todo el dolor de abandonar estas teclas con incrustaciones brillantes y un rosa divertido, tan bubble como el teen porn que disfrutas a diario. Porque son las actrices porno las que deberían tener el honor de ser confundidas con extraterrestres, jamás esas modeluchas anoréxicas haute couture.

Mañana no habré de CAGAR más, aunque mi madre no soporte aquella palabra. Es el instante divino.

Entre tanto, discúlpame por tanto instante material, también me duele la dificultad de esta lectura, siempre aprendí a la mala (pero te quiero).

P.D. No vayas al Panda Express, sobre todo evita llevar a las niñas, el cerdo se confunde con el pollo y el pollo en realidad no se confunde con el pescado.

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Sin equipaje

En el largo pasillo de aquel edificio de apartamentos siempre tan desolado, siempre tan silencioso, esa tarde irrumpió escandalosamente el estruendo de una puerta cerrándose con violencia. Unos segundos después, sus tacones resonaban, cada paso un poco más fuerte, un poco más rápido, reflejado en el eco de esa ausencia  de cosas y de empatía que colmaba su vida hasta ese día. Sólo volvió el silencio hasta que se detuvo frente al elevador.

Su delicada mano, perfectamente arreglada, con las uñas de gel recién puestas y pintadas, apretó el botón y la puerta se abrió casi de inmediato. Entró. Lo último que sus padres vieron fue esa larga cabellera rubia que tantas discusiones había causado en casa. No llevaba equipaje, pero no necesitaba nada de lo que se quedó en su habitación: los jeans gastados, los tenis, los trofeos de su equipo de futbol escolar… vestigios de un mundo masculino en el que nunca pudo encajar.

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Rita Lilia García Cerezo

ritagcerezo@gmail.com

Rutina

De higiene impecable, personalidad seria, corbata siempre bien ajustada: Rodolfo Guzmán, servidor público. Llegaba a esa oficina del gobierno como todos los días quince minutos antes de que comenzara la jornada laboral.− Buenos días Lupita, buenos días Rosita− Dijo solemne y se sentó en aquel viejo escritorio a realizar el papeleo, igual que todos los días de los quince años que llevaba en ese trabajo. Pero esa vez, más o menos a

eso del mediodía, se levantó de su silla, se acercó a su burócrata vecina Lupita y con voz fuerte estalló “Estoy harto de sentarme ahí todo el maldito día, todos los malditos días, ¿tú no? Odio a las personas que atendemos, odio a nuestro jefe, odio este podrido edificio y odio todos los años de mi vida que he desperdiciado en él, odio reprimir todo el deseo que tengo hacia ti”. Dejó de gritar, tomó con sus manos el rostro de Lupita, besándola como si al cabrón le ardiera en llamas la boca. Rodolfo soltó a su compañera de trabajo, se acomodó su corbata y regreso a su escritorio. El teléfono sonó. Tesorería, buenos días. Le atiende Rodolfo Guzmán.

Renecio Contreras

sinaguacateporfavor@hotmail.com