Antes de convertirme en un robot de mi alegría, quisiera poder decir que tuve una revista, una revista cultural… Sí, sí, llenarme la boca con eso.
Si el “sí” fuera un camino o una acción concreta, sería un ojo único y medio ciego cual Moloch y todos esos, también tendría una boca y diría algo así como: “Muchachito, estoy a punto de entrar en tu mente de una manera tan abrupta que no necesitarás vaselina”, sí, diría algo como eso creyendo que es algo muy gracioso.
Pero para no hacer de este escrito algo muy largo, solo quisiera recalcar que el “sí” no se equipara con lo que representa una convicción o la materialización de una idea; una convicción en realidad no representa una opción, solo es algo que es, que surge antes, quizá mucho antes de cualquier duda.
Una convicción es un resquicio, un pellejo pegado a la carne, un motor, el alma antigua de un animal, pero también es tierra y todas esas cosas que están llenas de texturas y sensaciones como las terminaciones nerviosas. Mientras que el “sí” (y ni que decir del “no”) tan sólo es una maldita respuesta que carece de todas las preguntas primordiales, las preguntas que “son” mientras uno las está ignorando.
Recuerdo hace un año o algo así, cuando Daniela y yo salíamos a las calles de la ciudad (ahora CDMX) para entregar papelitos con frases de “arte”, escribíamos cosas de Dalí, de Castaneda, Frida, Arlt, y a veces cosas nuestras. Las repartíamos a quien fuera, seguro hubo quien creyó que era publicidad mierdera, quien se limpió el culo con ellas, quien pensó que era la dirección de un putero, yo que sé… quizá lo era involuntariamente. No había nada heroico, nada honorable o remarcable en este acto, tan sólo era un asunto de supervivencia; este proyecto (Colectivo Diciembre Diciembre) por lo menos para mí, lo es y lo sigue siendo. Yo en realidad entregaba esos papelitos para ver si lograba conectar con la vida, para ver si podía descubrirla en alguien más.
Aprendí más de esto que del teatro callejero, aprendí que a veces uno puede ver más allá del lente de contacto, de la séptima pared, porque todo es un asunto de perspectiva y profundidad que paradójicamente sólo puede quebrar la urbe. Yo siempre he estado muy necesitada del derrumbe, de sentir que no sólo hay abajo y arriba, de que no todo está dentro de un triangulo, porque cuando no logro salir de esto es cuando comienza a surgir el robot en mí, algo demasiado autómata que no respira.
El arte me salva de eso, lo que sea que pueda llamarse “arte”, me importan poco las mil y una definiciones correctísimas o de vanguardia que puedan existir, porque yo lo asumo en la piel como mi convicción, mi religión, mi amante, mi droga. Porque al final el arte también es eso que existe temblando en mis labios y que muy de vez en cuando me escupe en el pie para decirme que no lo es, que no es nada mío y que deje todo en paz. Pero ya es tarde para eso, porque no es una opción, es supervivencia y ya me ha sido concedida. Créeme, eso a lo que llamamos arte es supervivencia.
Probablemente todo esto se sienta perverso, penoso, masoquista, o tal vez se asemeje a eso que llamamos amor, me da igual, también me da igual si es algo así como un hijo o una enfermedad, un trauma, una realidad, una ilusión, una vibración, un sonido, una cursilería, un pálpito, una intuición… Y es que creo que la idea del Colectivo tan sólo vive para ser, para escapar del juicio, ¿y por qué?, porque no es una opción, tan sólo es lo que es, lo que quisiera creer que es (por ejemplo) el aire hoy y no mañana, después de su privatización.
Y un día tuvo un nombre, -nos llamamos Diciembre- me decía, y así se quedó, y luego volvió en coro, Diciembre… «Cuando las guerras nacen, cuando las guerras se pierden».