COLUMNAS VERTEBRALES DE ACETATO

celulosa

A la memoria de mi abuelo.

 

De esa película que nunca filmé ya sólo quedan nuestros vestuarios polvosos

En el ropero también está tu gancho

 el papel tapiz se cae a pedazos

en él se ven proyectados algunos créditos, pero el sonido ya no sirve

 me quedé esperando los violines

alguna vez pensé: esto no es una pared, esto es nuestra vida

aún no he dejado de habitar este mundo

aún vive la envidia, el rencor, las ganas de ser:

de ser más que el otro, de hablar más que el otro, de recibir más aplausos que el otro

 de publicar más pendejadas que el otro.

Pero sin querer tocamos con nuestros dedos lo que quedaba de las paredes

y el papel tapiz que puede ser del color que tú escojas comenzó a incendiarse

en el ropero también estaba tu gancho, tu vestuario ¿aún recuerdas?

si se ha destruido la película es porque se ha quemado el acetato de celulosa

¿Pero a quién carajos le importa el acetato con tanta tecnología y con tan poca memoria?

memoria de mierda a corto plazo

se nos ha hecho creer que los personajes de las películas son inmortales

y que lo que importa es que al final Jasón y Medea o Barbie y Ken o Ken y Ken o Barbie y Barbie

se queden fornicando, porque a eso llamamos libertad, <flujo> de conciencia

pero yo sé que alguna vez viste las cenizas cubriendo la plaza de la ciudad y sus museos

cubriendo los cuerpos a su vez cubiertos por bolsas negras y nuestras credenciales

los cheques de banco y las casas desalojadas

la sangre seca en algún barandal y el zapato perdido.

La verdad es que quisiera estar segura de saber a quién le hablo, pero ya no sé a quién le hablo

ya no venden rollos de acetato y tampoco sé cómo hacer otra película

me estoy haciendo vieja para aprender.

Miro las cenizas en mis manos

y pienso que esas cenizas también están mezcladas con los huesos calcinados de mi abuelo

y pienso que le debo otra película

que esa es mi pequeña y secreta misión, porque nunca pude terminar criminología

porque nunca logré aprender a disparar un arma.

Mi abuelo fue de los que trataron de ser buenos pero en el camino se convirtieron en malos

mi tío fue de los que trataron de detener la droga pero la acabaron distribuyendo

mi papá fue de los que trataron de ser revolucionarios

pero acabaron confundiendo cabezas de políticos con las de venados

mi ex novio fue de los que trataron de cantar corridos pero acabaron acuchillados

Las mujeres de mi familia fueron de las que no trataron de hacer algo y lo lograron

y es que nuestras caídas a la luz de ciertos proyectores producen una sensación de alivio, de liberación.

Leí una vez que una periodista escribió:

“¿Cómo puede ser posible que la fuerza del pueblo,  la unión, no hayan sido suficientes como para defender al pueblo de México de sus actores?”

Y horas después, ese mismo día, escuché como una mujer en Hacienda le gritaba a un funcionario: “Llevo trabajando desde los 8 años y si me quitan lo que he ahorrado, mato”

Mato. Mato. Mato. Mato.

Y el funcionario no le contestó lo que todos hubiéramos esperado: “Señora, matar está muy mal, matar es un acto que se condena en nuestra sociedad”, sino que le dijo: “Señora, quédese tranquila, tenemos la situación bajo control”.

Ambos eran actores y se habían mentido a la cara, es el precio a pagar cuando no se cuenta con una buena educación teatral (no mentiré aún así disfruté del espectáculo).

Y yo pienso que seguro antes, en la época de mi abuelo, la gente estaba dispuesta a organizarse, a que los mataran:

Mataran. Mataran. Mataran. Mataran.

A que los apedrearan, a que los violaran o a que los torturaran, porque ante todo siempre estaban dispuestos a atacar. Porque antes la gente estaba dispuesta a reconocer que había alguien parado ahí enfrente y se miraban a los ojos.

Y por eso se iban a la clandestinidad, se iban a la selva, a la montaña, o a un pueblillo con falsas identidades para construirse una propia, para cobrar vida y planear el ataque.

Pero yo sigo sin encontrar ese tipo de acetato (incluso tontamente llegué a preguntar por él en Cuba hace algunos años).

Y siento que lo único clandestino en mí es el miedo; porque nos dijeron que lanzar una piedra contra un aparador era un acto de terrorismo extremo y nos lo creímos, de ahí tantos otros malos actores, que reconoces porque se llaman así mismos punks o anarquistas del nuevo orden mundial. Y van por la vida simulando actos de violencia moderada. Y pienso en la moderación inmensa que me habita, digan lo que digan mis palabras y mis acciones, sucedan éstas dentro o fuera de mi película.

Y cuando el sistema se organiza, como se está organizando ahora para terminar de destruirnos y supongo de destruirse, nos juntamos en las plazas y contamos cuántas miles de personas somos y discutimos con los periódicos sobre la cantidad de personas que estuvimos ahí y pensamos que es grave el hecho de que ellos mientan al pueblo. Porque a la mañana siguiente el periódico dirá que al final del día, tanto manifestantes inconformes, como la policía (la única que da la cara) aprendimos a fumar la pipa de la paz, ya todo ha pasado. Pero el fútbol y la televisión abierta no son opio de verdad, y como a nosotros no nos gusta que nos llamen “inconformes”, nos inconformamos.

Y yo siento que lo que habita en el fondo oscuro de nuestros discursos no es otra cosa que el terror a perder los cimientos sobre los que fuimos construidos.

En la película que he imaginado para mi abuelo hay un helicóptero que filma desde arriba el zócalo con sus millones de hormigas manifestantes y en otro plano, ubicado más arriba del helicóptero, están nuestros verdaderos padres y abuelos, ahí están sus casas, que son las casas de nuestros gobernantes y sus congresos, ellos son los que en realidad nos parieron y no lo digo yo, lo dice la Historia, yo creo que incluso mucho antes que los micénicos. Pero nosotros seguimos conversando como si no existieran, como si lo único que existiera es del helicóptero para abajo, pero el truco está en aprender a ver del helicóptero para arriba, porque así uno actúa mejor y hace su mejor esfuerzo, porque entonces nuestros padres se pueden sentir orgullosos de sus hijos rebeldes, orgullosos de vernos debatiendo y pensando desde sus ventanas. Y es que uno nunca sabe, quizás algún día, como por golpe de suerte, al más atinado y elocuente de nosotros le tiren una cuerda dorada por donde subirá para ser abrazado y cuando lo abracen sentiremos que lo abrazan por todos.

Y por eso formamos asambleas y las decoramos, les ponemos nombres vistosos: “Asamblea feminista”, “Ecología y Sanidad”, “Desobediencia, vivienda y política”, “Migración y aguas negras”, “Desempleo y otras alternativas”, “Medioambiente y comunidad LGBT”, “Sociedad y aborto psicológico” “Escritura creativa que no es escritura creativa” y “Reflexión en tardes de sillón rojo”. Es la increíble película del mundo del movimiento social que en tantos años de “democracia” nunca se ha animado a vincular la práctica política con la acción, porque creen que simplemente no es necesario.

Y nosotros nos quedamos en el zócalo dialogando entre nosotros, manifestándonos más allá del horario permitido por nuestros padres y sentimos que esa es nuestra gran victoria, la de manifestarnos más allá de la hora lícita. Y dejamos el zócalo hecho una mierda con embaces de licor barato y cartones de cerveza, porque así llamamos también su atención, seguro ahora así la cuerda dorada está cerca, o tal vez algún diploma, un reconocimiento, o por lo menos los chilaquiles para la cruda.

Y siento alrededor de mí una inmensidad muy grande, una sensación de imposibilidad, de ruina, como si mi cuerpo fuera el desierto en donde los espejismos son la verdadera iluminación.

Y siento que la guerra que pedimos ya se está jugando en el desierto de cada uno. Entre nosotros y la soledad, entre nosotros y nuestra propia idea de nosotros mismos. Entre nuestra rabia tan bien maquillada y nuestra frustración, nuestra profunda tristeza. Y pienso que será una batalla que no estará exenta de violencia contra uno mismo. Alguien va a terminar con el papel tapiz y los vestuarios calcinados, sólo bastará con soplarles y alguien va a filmarlo, desgraciadamente no seremos nosotros, todo pasará como en big brother.

Los artistas rara vez hablan de economía o de muertos, a menos que les caiga cerca la desgracia, pero es raro. Nosotros siempre miramos de reojo al que nos da de comer: es decir, a los estados, o los ayuntamientos o las empresas que subsidian las presentaciones, festivales, o congresos. Si al menos hiciéramos una biografía de cada uno de los que sostienen el mundo cultural. Si al menos pudiéramos analizar los negocios en los que participan los que sostienen este lugar que estamos habitando hoy. Pero como dijo Maurice Blanchot y como bien sabía nuestro queridísimo Paz: “La cultura es ese lugar en donde el poder siempre encuentra a sus cómplices”.  Porque no hay que ser como el perro que le muerde la mano al que le da de comer. Quisiera decir que ya tengo rabia, pero lo único que hago es morderme la cola a mí misma. Una y otra, y otra vez.

Y pienso en el miedo. Y pienso en su otra cara se llama ego. Un asqueroso ego que se multiplica por todos lados. Y pienso que por eso ejercemos de manera esquizofrénica el rol del jefe y del empleado temeroso a ser despedido, y recuerdo que ya no me hablan los compañeros de trabajo ni los de escuela, ni los de la infancia. Y lo merezco, de hecho ni siquiera merezco hablar en plural en este poema que ya no me importa si ha dejado de serlo, porque esta es la rabia, he aquí la rabia de la simulación, la de querer jugar al destierro y algunos han dicho a mis espaldas: “ella cree tener rabia y además plagia, salúdenla a escondidas, pero que el gran jefe no lo advierta”, ese que es jefe porque ya ha publicado y ha ganado premios, ese que es innombrable. Y al que yo misma le construí una escultura de chicle. Ahora me siento vencedora por ganar su desprecio, por lo menos ahora como perro tengo la oportunidad de mearle, por lo que a usted y a su fiel ciervo les comunico: Ya casi me voy, lloren.

Y recuerdo lo que dijo alguna vez Marco, el argentino poderoso: “Y por eso nos seguimos pensando solos. Nos quebraron los lazos colectivos, somos como una gran manada de árboles navideños y tenemos hasta el tuétano la imagen del héroe. Da igual que sea el Capitán América o el Che Guevara. Seguimos habitando sombras sueltas, despojadas del lugar del que nacieron. Porque ya nadie sabe quiénes fueron los que sostuvieron al Che, o los que lo dejaron caer en Bolivia”.

Y por eso yo me sigo imaginando con un traje falso de heroína solitaria y en mi película grabada con celular no quedará más remedio que hacer un simple monólogo que diga:

Voy a poner en la pared de fondo a todos los líderes democráticamente elegidos por los estados de México y les voy a pegar un tiro en la frente, si es que ya tengo la seguridad suficiente como para no pegarle un tiro a alguno de los actores.

Pero no puedo seguir porque hay una voz que interrumpe constantemente. Es la voz de mi abuelo diciendo: “Si quieres tomar algo de nosotros, si quieres el acetato, toma la capacidad de pelear por un sueño”

Y yo le digo, casi sarcásticamente: ¿Un sueño? ¿Qué sueño? ¿La utopía?

Y él me dice muy serio: “Sí, la utopía”

Y yo le digo: Pero ya no hay lugar para la utopía. La herencia más siniestra que nos dejó el comunismo fue la idea del hombre nuevo, que es la contracara perfecta del estúpido hombre bueno del capitalismo. Hubo militantes guerrilleros que violaron incluso a menores, y hubo poder. Hubo mucho poder. Y sobre todo volaba la idea de ese <hombre nuevo> y de esa nueva sociedad radiante y feliz.  Ese mundo irreal, tan irreal como la familia bondadosa del capitalismo.

Y él me pregunta con cierta rabia y tristeza: “¿Entonces ya te pasaste al grupo de los incrédulos?”

Y yo le digo: Tenemos demasiadas cosas que aprender de ustedes, pero no la ingenuidad del mundo nuevo.

“¿Y por qué van a luchar entonces?”, me pregunta él

Por algo que no sabemos qué es, pero que será imperfecto. Aunque eso sí, no tan imperfecto como este infierno de espejos en el que vivimos.

“Qué tengan suerte”, me dice y me toca la cabeza. “Y cuídate, yo sé como operan, son asesinos”

Y desaparece.

Y yo me recuesto en el zócalo, pensando en lo mucho que odio a Shakespeare y de cómo es que siempre, de una u otra forma, aparece, aunque yo trate de ser una antiseñorita, una antibufona, una antimusa. Y miro las estrellas y miro cada pedazo de cielo oscuro como si fuera el reflejo de un muerto que fue tirado en el río: maldito Shakespeare, maldito rey león. Y pienso que somos miles los que estamos así en este momento, mirando con impotencia el cielo. Y me pregunto:

¿Hasta dónde pusimos el cuerpo?

¿Dormir recostados sobre la plancha fría una semana es poner el cuerpo?

¿Recibir tres macanazos de la policía en la espalda es poner el cuerpo?

¿Hacer clown frente a los militares es poner el cuerpo?

¿Sacarnos una foto en la manifestación y subirla a facebook o twitter es poner el cuerpo?

¿Cuándo dejamos de creer que este sistema, que nuestros propios padres nos iban a salvar la vida?

¿Cuándo sentimos verdaderamente el miedo a no tener con qué sobrevivir?

Hemos evitado las preguntas que siguen volando en nuestro interior como palomas acurrucadas detrás de un agujero. Porque en mi casa el agujero se llama dinero y se llama soledad, y se llama dolor celosamente guardado, tristeza o melancolía. Y se llama amigos de vida y familia, y se llama lo que todos ellos esperan de mí y lo que yo misma sigo esperando de mí. Y se llama terminar una carrera creativa, carrera artística (por cierto que asco de palabras unidas, carrera artística…) si al menos fuéramos como los pintores anónimos. Y se llama la casa y el carro que esperan que tenga, y se llama la familia que esperan que forme, y se llama el odio que no puedo pensar, y se llama jodida esperanza, que como quema y como arde no he aprendido a compartir. Y se llama miedo.

Porque nadie va a destruir nada sin mirar antes a los ojos, y nadie va a construir nada tampoco.

Y yo pienso en mi abuelo, y pienso en la responsabilidad con la que él pensaba en la violencia y en la muerte, para ejercerla día con día. Y pienso en la violencia estúpida que también marcó mi vida, la violencia en mi casa y las peleas estúpidas para ver quién era más fuerte. Y en como mis amigas y yo queríamos creernos hombres, gays, fuertes. Y en los balazos que mataron a mis amigos en Cuernavaca.

Y por eso aseguro: aprenderemos a prender fuego a todo lo que tenga que arder. Y aprenderemos a cuidar aquello que nunca se debería quemar. Y yo que crítico tanto las referencias no puedo evitar citar una parte de Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino que dice:

“El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio».

 Por Melissa Méndez